lunes, 4 de febrero de 2013

La Isla de Juan Fernández en la ruta de la Tierra Prometida

Por Rodolfo Acevedo
Archivo: Páginas Locales Chile
Liahona, Mayo 1986

El día 4 de febrero de 1846 los Santos abandonaron la hermosa ciudad de Nauvoo, la ciudad del profeta José, en medio de un crudo invierno y de una amarga persecución.

El mismo profeta José Smith había previsto que la odiosidad desatada contra los miembros de la Iglesia iría en aumento y es así como un día 6 de agosto de 1842–es decir, cuatro años antes de que los Santos iniciaran este éxodo forzado hacia el oeste- escribiría en su diario lo que hoy día se considera como una de sus más grandes profecías:

“Profeticé que los Santos seguirían padeciendo mucha aflicción y que serían expulsados hacia las montañas Rocallosas, que muchos apostatarían, otros morirían a mano de nuestros perseguidores o por los rigores de la intemperie o las enfermedades, y que algunos vivirían para ir y establecer colonias, edificar ciudades y ver a los Santos llegar a ser un pueblo fuerte, en medio de las montañas Rocallosas”.


Al momento de iniciar la peregrinación hacia la Tierra Prometida, los Santos tenían un gran desafío por delante, nada menos que 1.300 millas o 2.092 kilómetros de marcha por territorio salvaje e inexplorado.

Esta jornada de fe ha quedado registrada en los anales de la historia de los Estados Unidos como una memorable epopeya en la colonización del oeste norteamericano.

El territorio yermo y desértico escogido como su tierra de promisión en medio de las montañas Rocallosas a orillas de un gran Lago Salado tras intenso trabajo y muchos arados rotos fue convertido en un vergel, obteniendo también de la dura roca de la montaña los elementos necesarios para edificar una gran ciudad, con su hermoso Templo, la gran ciudad del Lago Salado.

Un aspecto quizás un tanto desconocido para nosotros lo constituye el hecho de que un grupo de nuestros hermanos pioneros viajó con destino a la Tierra Prometida por un medio y una ruta muy diferente a la que llevó a los otros hermanos por las praderas y montañas de los Estados Unidos.

El profeta Brigham Young había aconsejado a los Santos que vivían en la costa de Nueva York, al este de los Estados Unidos, que viajaran a la Tierra Prometida por barco.

Es así, como el mismo día que los Santos abandonaban la ciudad de Nauvoo, la Hermosa, desde el puerto de Nuevas York zarpaba un velero, el Brooklyn, llevando a bordo a 238 Santos o miembros de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Los elementos que constituían la carga del barco y de propiedad de los viajeros incluían entre otros, herramientas agrícolas, mecánicas, arados, palas, azadones, guadañas, hoces, clavos, vidrios, equipos de herrería y carpintería, maquinarias de tres molinos, una imprenta, cordón, varios metales y diferentes especies de ganado. También llevaban consigo una gran cantidad de textos escolares y una gramática hebraica, es decir, los elementos necesarios para iniciar una nueva vida en un lugar muy distante.

La ruta incluía navegar el Atlántico de norte a sur, cruzar el temido Cabo de Hornos para enfilar rumbo por el Pacífico hacia Yerbas Buenas, hoy el puerto de San Francisco en California, desde donde viajarían para reunirse con sus hermanos en las montañas Rocallosas.

La ruta que siguieron nuestros hermanos fue la ruta de los balleneros, actividad muy común por aquellos años en el extremo austral y que inspirara grandes novelas de aventuras, entre ellas la muy leída Moby Dick, de Herman Melville.

El puerto de refugio de esta ruta de aventuras por el Pacífico fue nuestra Isla de Juan Fernández, escenario de la historia de Robinson Crusoe, la célebre novela de Daniel Defoe.

Don Benjamín Vicuña Mackenna se refirió a la isla de Juan Fernández como “una especie de apeadero y de posada y de punto de apoyo indispensable para todas las empresas de aventuras en el Pacífico”.

Esta isla se presentó a la vista de nuestros hermanos como una esfinge en medio del Pacífico, sería su lugar de reposo por algunos días y de reaprovisionamiento para enfrentar la larga jornada que todavía les esperaba.

Así retrató el arribo de nuestros hermanos a la isla don Hugo Goldsack, escritor chileno:

“Corría el mes de mayo de 1846, los escasos habitantes del fondeadero de San Juan Bautista, hoy Puerto Cumberland, estaban alborozados”. 

“Todo el mundo, inclusive los leñadores y cabreros del interior, se habían descolgado por las escarpadas laderas del Yunke y otros montes y contemplaban gozosos, dese las ruinas del fuerte español, la bahía apacible e intensamente azul después de la última lluvia. Unos mocetones que venían brincando desde las cuevas de los Patriotas comentaban a gritos el acontecimiento”.

“Hacía tiempo que a Más a Tierra no recalaba un barco tan bonito Betuco. La pura verdad, es una goleta de tres palos y lleva la bandera de los Estados Unidos”.

“Juanito el pescador, que me fue a avisar, dice que viene dando la vuelta a América desde Nueva York y que van con destino a Yerbas Buenas”.

La expectación en el puerto era enorme, y la ignorancia en cuanto a quienes eran los viajeros también, por lo que podemos deducir del relato:

“Un oficial inglés dijo que se trataba de unos “luteranos”, que huían de su patria, debido a una sangrienta persecución de que eran víctimas; agregó que su jefe espiritual, un tal José Smith, había sido asesinado en Illinois, hacia unos dos años por una turba enfurecida”.

“Qué gente más rara estos “herejes”, observó una vieja santiguándose. Para escapar de las turbas arrancan de su país y vuelven al mismo, porque tengo entendido que ese puerto de Yerbas Buenas, forma parte de los Estados Unidos”.

“El oficial acalló las risillas burlonas provocadas por la observación de la mujer con una mirada severa y dio nuevos antecedentes. ‘Anoche conversé con el jefe del grupo que viene en este barco, se llama Samuel Brannan, a bordo viajan 238 adeptos de esta “nueva religión” a cuyo “fundador” balearon no hace mucho; en cuanto a la contradicción que cree ver doña Eduvigis, no es tal, si las cosas se miran con cuidado. Los Estados Unidos son un país inmenso, extendido entre el Atlántico y el Pacífico. Prácticamente recién están sus habitantes colonizando los extensos territorios del oeste. Para un neoyorkino ir a la bahía de Yerbas Buenas es una aventura casi peor que venir a Juan Fernández”, concluye el relato.

Ninguno de los apelativos o calificativos propuestos en el texto anterior identificaba realmente a los viajeros del Brooklyn, ellos eran miembros de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días o “Mormons” como se les conocía por aquellos años en nuestro país por las informaciones de prensa que hablaban de los “mormons perseguidos”.

Los días que el velero Brooklyn permaneció en la isla de Juan Fernández sirvieron a nuestros hermanos para descansar del agotador viaje oceánico y a la vez para que se surtieran de cereales, verduras, higos, guindas, frutillas, cerdos, cabras, ovejas, además de langostas, carne fresca y harina.

Cuando el Brooklyn desplegó sus velas e inició la partida, desde cubierta corazones agradecidos se despedían de los habitantes de la isla, llevando consigo también en su memoria el nombre de Chile.

Tras su partida de nuestro territorio insular, el barco recalaría en Honolulu en las islas hawaianas, antes de arribar a su destino en Yerbas Buenas el día 29 de julio de 1846.

La travesía cinco meses les había tomado en un viaje de fe sin precedentes, la meta por alcanzar ya estaba a la mano. Mientras tanto Sión en las montañas rocosas ya se estaba edificando.

Lectura Complementaria:
La Iglesia Restaurada, pág. 212
Juan Fernández, Historia Verdadera de la isla Robinson Crusoe, de Benjamín Vicuña Mackenna

Rodolfo Acevedo
Estaca Puente Alto
Febrero 1986

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